9 oct 2008

Cuentito en TP


Siguiendo con la saga de relatos agridulces para TP, uno nuevo

La madre rusa

Hay una madre rusa, con su pequeño hijo ruso, que llega temprano al café donde voy cada mañana. En el café no hay nadie, y apenas espacio donde sentarse. Hay buen aroma, afuera todavía no hace frío. Yo estoy sentado con un libro en la mano, como no mirando, como no escuchando, y sólo miro y escucho, y veo cuando la puerta se abre, y a quien ingresa, y ya le conozco el pedido, el saludo, la formalidad de unos pocos segundos de protagonismo frente al mostrador. Ya luego, casi a las ocho, la gente comienza a agolparse, y ahora sí le toca entrar a ella, con él, respondiendo tranquilamente a mi confiada espera. Tardé en prestarle atención, eso es cierto, tardé en sentirme atraído hacia ellos. Luego, digámoslo así, me costó darme cuenta de qué era lo que me impactaba tanto de su llegada, de la de ellos, cada mañana, tan de la mano. No era su aspecto, el de ella, la ropa ajena, los ojos pequeños, alargados, los labios carnosos, salidos. No. No era el silencio, el de él, su camisa fuera del pantalón, su pulóver siempre azul, el pelo revuelto por el apuro, el sueño revuelto como el pelo, los ojos llenos de sueño. Tampoco. Era el afecto. Sólo el afecto. Y digo esto pero lo aclaro también, no quisiera que se malentienda. No me refiero al afecto así, a secas. Afecto le tengo yo a mis zapatos, a mi cama, al reloj que llevo en el bolsillo, que tiene 80 años y sed de que le de cuerda a cada rato. No, se trata de otro tipo de afecto. Se trata del afecto intenso, radical, el afecto de quien sabe que es tan posible el perderlo todo. Afecto de ellos, pero sin llamar la atención, sin decir nada a nadie, sin decirnos nada. De la mano de él impidiendo que ella abra la suya, su mano abrazada a la de ella, cada uno de sus dedos entre los dedos de ella, sus uñas apoyadas apenas sobre la carne de ella. Afecto discreto que me asombra cada día, cuando se retiran un par de pasos y se abrazan así, de costado, como si fueran novios, la cabeza de él contra la cadera de ella, la mano de ella sobre la oreja de él, paseando por allí sus dedos, en recorridos cortos, necesitados o urgentes, imperiosos, novios. Pienso, cuando los veo así, tan cerca, tan en sí mismos, tan sólo ellos, en la intensidad a la que se aferran, en la intensidad que les falta y ya no reclaman o esperan. Pienso en las ausencias que uno, emigrante más que inmigrante, trae consigo, en los bolsillos largos, pienso en los lugares vacíos que uno deja, y las ausencias que uno lleva consigo, ocultas, todo lo que a uno le falta y va a faltarle por siempre, y también esta noche, cuando alguien, ella tal vez, se esconda, se siente sobre la cama, y saque de a uno sus viejos deseos, o tal vez sólo uno de ellos, o tal vez siempre el mismo, alisándolo prolijamente, con la palma abierta, como a un diario arrugado y viejo, la luz apenas prendida, tragando saliva en sigilo, borrando cada fuente posible de sospecha –ella, delicada o púdica, para que él no despierte, para que él no se altere, otra vez en silencio, otra vez en secreto. (Pienso –y pienso que piensa ella- en esas preguntas que uno jamás querrá responderse sobre la tierra de uno. Pienso en el país, es decir, en Pedro, Juan y María; es decir el modo en que el sol se recuesta sobre la ventana propia, durante el invierno; es decir el barro que queda pegado bajo los zapatos, cuando uno sale de su casa; en síntesis, pienso en el país como lugar en donde uno canta las mismas canciones que sus vecinos). Me pregunto entonces, cuando la miro, cuando los veo tomarse la mano, abrazarse, llenarse de pequeños besos, ensimismados, ellos dos solos aunque rodeados, cuáles son los besos no dados desde hace cuánto tiempo, cuáles son los abrazos que dejaron de darse, perdidos o enterrados, cuáles las manos que se soltaron, tal vez para no volver a unirse, los encuentros que quedaron perdidos, lejos pero tan cálidos, tan vivos, tan desde entonces soñados, incompletos, ahogados y todavía así, o tal vez por eso mismo, tan presentes. Y cuando él se sienta, frente a la ventana, frente a la calle, junto a mí, en silencio, tan al lado mío, tan pegado a mí pero sin verme, cuando mira enfrente y sólo enfrente mientras le tiende la mano a ella, cuando mira sin detenerse en ninguno de los transeúntes que pasan y que yo no puedo dejar de mirar, cuando mira sin parpadear, en silencio, sin hablarle a ella, a nadie, cuando come en silencio, su dulce diario, que ella le quita deliciosa, sigilosamente, de tanto en tanto y sin decirle nada, mientras él abre la mano despacio y le deja hacer, sin darse vuelta, sin quejas sin impaciencia alguna, hasta recuperar su pan, sin decir palabra, sin tristeza o rabia, sin reclamar su parte porque es la de ambos, me pregunto a quién mira, a quién busca, quién es quien no está, en esa mirada fija y perdida, qué imagen aparece en esos ojos sin parpadear, delicados, a través del vidrio, esa mirada que no es atenta porque no espera a nadie, esa mirada intransmisible, calma, sin ansiedad, porque no hay sorpresa posible, porque quien no está se sabe que no va a llegar, me pregunto quién es el que ha quedado atrás y que no será visto, y que no será nunca ninguno de los transeúntes que pasan, distrayéndome a mí, a cada instante, cada uno, pero sin llamar jamás la atención de ellos.

4 comentarios:

sl dijo...

me llegó hondo, hasta se me escapó un lagrimón. Te felicito, y no es un cumplido.

rg dijo...

ups, gracias. es que son cronicas de emigrantes, y los que lo somos...estamos j...

Natalia Sobrevilla dijo...

muy tierna tu crónica, no sólo por la sentida observación de la relación de la madre con el niño que siento muy cercana, sino sobretodo por las reflexiones sobre la condición de inmigrante/emigrante, con las ausencias y las faltas, me gustó mucho esa frase de ‘un país como lugar donde uno canta las mismas canciones que sus vecinos’, aunque claro ese país puede ser muy grande o muy chico dependiendo de las canciones.
un beso

rg dijo...

gracias natalíe