7 ago 2016

We the people, vol. 3, de Bruce Ackerman (5 y anteúltimo)



V. Un nuevo y más completo “canon constitucional”

Leyes y casos como los recién referidos, en relación con la “revolución de los derechos civiles”, son las que definen, para Ackerman, un “nuevo canon” -una lista que viene a dar contenido al “canon” definitivo de la “gran historia constitucional” de los Estados Unidos. En esta actitud de integrar ciertas leyes y decisiones fundamentales al “derecho de nivel constitucional,” Ackerman lidera una posición que se ha hecho extensible hoy a autores como William Eskridge y John Ferejohn (quienes procuran, como él, dotar de estatus “cuasi-constitucional” a ciertas “super leyes”); o doctrinarios como Cass Sunstein (quien también parece pensar en términos semejantes, cuando defiende las iniciativas de Roosevelt como definiendo el “segundo bill of rights” del constitucionalismo norteamericano, Ackerman 34).  Ackerman, en todo caso, da un paso más allá todavía, y considera que debe asignarse a este conjunto de decisiones judiciales y leyes un “estatus constitucional pleno,” si es que no se quiere “distorsionar profundamente estos grandes triunfos” nacionales (ibid.).

De manera especial, y a través de aproximaciones como la descripta, Ackerman enfrenta la mirada formalista de la academia, pero también –sino sobre todo- posiciones como las defendidas por los Jueces de la Corte Antonin Scalia o Clarence Thomas, quienes típicamente han rechazado la posibilidad de ver a la Constitución como un “texto vivo”, en permanente evolución. Scalia o Thomas -nos dice Ackerman- “llaman a purificar el canon, concentrando su foco exclusivamente en el texto de 1787 y en las Enmiendas realizadas a partir del Artículo V,” lo cual debe verse –agrega- como un “esfuerzo elitista por borrar el legado dejado por nuestros padres y abuelos cuando lucharon y ganaron las grandes batallas populares del siglo veinte” (19, énfasis agregado). Ackerman –identificado muchas veces con la idea del living constitutionalism- se considera un verdadero “originalista” (un orginalista de algún modo más consistente que los propios Scalia o Thomas), en su esfuerzo por definir cuál es el sentido original que el pueblo de los Estados Unidos le asignara a la Constitución. El error de jueces como los citados es el de pensar el originalismo desde una lectura excluyente, limitada únicamente a lo que permite el Artículo V –el único espacio por donde el pueblo movilizado podría llegar a hablar (329). Se trata –nos dice- de una movida “híper-formalista e históricamente injustificada” (ibid.).

En su disputa con el originalismo excluyente, Ackerman nos aclara otro punto fundamental dentro de su teoría, como lo es el siguiente: lo que a él más le interesa no es determinar cómo interpretar el canon constitucional, sino decidir cuál es. Su disputa principal es por determinar qué es lo que debe ser interpretado, a la hora de honrar la Constitución (35). Se necesita, por ello, mantener abierta la conversación en curso (the ongoing conversation) sobre qué es aquello en lo que consiste, específicamente, el constitucionalismo (36).

En este tiempo, en particular, Ackerman parece interesado en “construir un canon para el siglo veintiuno, basado en la totalidad de la experiencia norteamericana” (ibid.). Ello así, sobre todo, a la luz de lo que considera que es el más serio asalto contra lo que fuera una revuelta social frente al problema de la “humillación institucionalizada” (13, 224). En la actualidad, la victoria que se obtuviera a lo largo de décadas, en términos de igualdad racial, aparece nuevamente amenazada por una contra-reforma que parece tener en la Corte Roberts –y a fallos como Shelby v. Holder, de 2013- a algunas de sus referencias principales. A Ackerman le interesa contribuir al sostén de aquel cuerpo de normas construido durante el último momento constitucional, frente a este nuevo embate, pero ha reservado para el próximo (y tal vez último) tomo de su serie, la discusión detallada sobre la Constitución en el tiempo presente, su significado y sus desafíos.

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