15 feb 2017

La Corte Suprema y los alcances de las decisiones de la Corte Interamericana



En un fallo muy reciente, la Corte argentina acaba de señalar que la Corte Interamericana no puede revocar, con sus decisiones, las sentencias de la Corte argentina. Al fallo argentino se lo encuentra acá. La decisión fue objeto de un voto mayoritario firmado por los jueces Lorenzetti, Highton y Rosenkrantz, quienes fueron acompañados por el juez Rosatti, a través de fundamentos que expresó en voto separado. Mientras tanto, el juez Maqueda votó en solitaria disidencia. En lo que sigue, y luego de presentar algunos rasgos atractivos del fallo, diré por qué los tres votos (el voto mayoritario, el voto separado de Rosatti, y la disidencia de Maqueda) se encuentran, por razones diferentes, equivocados (ello, contra parte de la doctrina argentina, que entiende que la disidencia de Maqueda representa "la decisión correcta, ver por ejemplo acá, o acá)

Lo que el fallo tiene de atractivo

El fallo es muy controvertible y polémico, pero tiene interés, y deja traslucir el impacto de las “nuevas voces” integrantes de la Corte. En términos formales, el mismo tiene tres virtudes muy destacables, que son su claridad y relativa brevedad, junto con su carácter comprensible (y no, reservado para expertos). Yendo al núcleo del fallo en cuestión, diría que en principio tiene sentido el desafío que plantea el tribunal, y que Rosatti resume de este modo: “no es posible hacer prevalecer automáticamente, sin escrutinio alguno, el derecho internacional…sobre el derecho nacional.” Se trata, finalmente, de reflexionar sobre la cuestión de la “autoridad” en el derecho, y aquí, más específicamente, sobre el “carácter autoritativo” de las sentencias de la Corte Interamericana (una cuestión muy relevante, y que ha sido central en los trabajos –previos a su llegada al tribunal- de Carlos Rosenkrantz, quien por caso escribiera el influyente e interesante texto “Against borrowing and other nonauthoritative uses of foreign law,” ICON, vol. 1, n. 2, 2003, 269-295). Entiendo que se trata de un punto importante, teniendo en cuenta, además, la liviandad con que un amplio segmento de la comunidad jurídica argentina se posiciona en la materia (asumiendo, por caso, ese predominio automático y sin escrutinio que Rosatti con fuerza impugna).

Resulta valiosa, entonces, la tarea en la que se involucró la Corte, al asumir la imperiosa misión de examinar (en todo caso, iniciando o profundizando una reflexión indispensable) el estado actual de la división y equilibrio de poderes vigente. Todos nosotros –ciudadanos y habitantes de este país- necesitamos tener en claro (y aclararnos) cómo es que luce hoy la constelación de autoridades jurídicas en relación con la cual se desenvuelve cotidianamente la vida pública argentina. 

El fallo resulta atractivo, por lo demás, en el esfuerzo (que llamaría “Rosenkrantzniano”) de inscribir a la decisión dentro de una “tradición” jurídica nacional, que incluye autores y prácticas pasadas que merecemos retomar y tomar en cuenta en nuestras decisiones actuales. Es positivo también que se cite, resueltamente y en busca de argumentos (y no como mera invocación de autoridad), a artículos de académicos o figuras políticas o jurídicas que se consideren valiosas, sean tales personajes o textos, nacionales o extranjeros. Resulta importante, además, la invocación (que aparece en el voto de Rosatti) del “diálogo jurisprudencial” –en este caso, de la Corte argentina con un tribunal internacional- en la medida en que (como parece ocurrir en el fallo) dicho diálogo tenga que ver con un intento de razonar en conjunto con otros, acerca de una cuestión respecto de la cual pueden existir divergencias: qué mejor que conversar horizontalmente, en tales casos? Entonces, la pretensión de llevar adelante una conversación extendida en el tiempo y el espacio, con otros actores e instituciones, resulta de singular valor. Finalmente, tiene atractivo especial (según diré) la disidencia de Maqueda, en su subrayado esfuerzo por mantener una posición consistente en el tiempo, demostrando y haciendo explícitas las bases de esa consistencia (que no reconoce en el voto mayoritario de la Corte).

Por supuesto, los méritos de búsquedas como las señaladas –en sí mismas relevantes- deben evaluarse en cada caso, y de modo separado. Ello, dado que no es obvio (y sólo por citar un primer ejemplo), que el intento de inscribir al fallo en una cierta tradición sea exitoso: finalmente, la cita de algunas autoridades jurídicas significativas tiene sentido, pero no convierte a ese conjunto de citas importantes en una tradición. Del mismo modo parece cierto, por un lado, que las referencias al “diálogo judicial” guardan una enorme importancia (sobre todo, a la luz de la arrogancia o autorreferencialidad  propia de fallos anteriores, en donde la Corte parecía asumirse como actor único, supremo o absoluto). Sin embargo, otra vez, tales alusiones ganan sentido efectivo en la medida en que podamos hablar, genuinamente del desarrollo de un “diálogo”, y no de un soliloquio judicial ocasionalmente acompañado por alusiones a otras autoridades incapaces o imposibilitadas, en los hechos, de responder o desafiar lo dicho por la Corte argentina. El punto merece ser subrayado, por lo demás, teniendo en cuenta la creciente y cada vez más frecuente tendencia de los tribunales locales e internacionales a hablar de “diálogos” que en verdad ni ponen en práctica ni están interesados en implementar, y respecto de los cuales de ninguna manera se muestran comprometidos.

Los problemas del fallo, en abstracto

Según entiendo, la cuestión central que se debate en el fallo tiene que ver con una disputa de autoridad entre la Corte argentina y la Corte Interamericana. Conforme resulta de la opinión de la Corte, resaltan al respecto dos visiones contrapuestas. Una de ellas (definida de modo simple y contundente en el voto de Rosatti) dice que la Corte argentina y la Corte Interamericana son, cada una, autoridad suprema dentro de su esfera de jurisdicción (la Constitución argentina para la primera, la Convención Interamericana para la segunda). La visión alternativa parece afirmar la existencia de una relación de jerarquía entre ambos tribunales, en donde la Corte Interamericana sería algo así como una 4ª instancia o tribunal de alzada en relación con los tribunales nacionales/locales (tal como se controvierte, algo provocativamente, en el voto mayoritario).

Al respecto, me parece, ambas posiciones se encuentran equivocadas. En lo esencial, diría por un lado que ni la Corte argentina merece ser vista como último intérprete de la Constitución Nacional, ni a la Corte interamericana merece ser vita como último intérprete de la Convención Americana. Por otro lado, tampoco es correcto asumir a la Corte Interamericana como “tribunal de alzada” o 4ª instancia. Para justificar lo que digo, permítanme presentar mi posición, primero, en términos generales y abstractos, para luego especificar sus implicaciones.

En primer lugar, la propia comunidad democrática es la máxima –y última- instancia soberana, en lo relativo a la gestión de los asuntes comunes –en lo que podríamos llamar, con Carlos Nino, cuestiones intersubjetivas o de moral pública (ello, del mismo modo en que cada individuo debe ser considerado como soberano en todo lo que sea relativo a su propia vida –cuestiones de moral privada- y en tanto no afecte de modo significativo a terceros). Lo dicho ya implica desafiar la idea (propia de este fallo bajo análisis) conforme a la cual una persona, un funcionario público (i.e., el Presidente de la Nación), o un órgano particular (i.e., la Corte Suprema) es en verdad la autoridad última (o el intérprete supremo) dentro de esa comunidad.

Por supuesto, es esperable que dentro de esa comunidad aparezcan divergencias y surjan conflictos, y por ello mismo es que las sociedades que conocemos organizan una serie de instituciones destinadas a procesar y resolver tales controversias. Típicamente, los poderes políticos procuran definir las directivas principales de las políticas públicas; mientras que las autoridades judiciales se encargan de laudar los conflictos y pretensiones encontradas entre las distintas partes de la sociedad.

En ocasiones, las disputas del caso tienen un carácter que llamaría “simple”. Por ejemplo, yo organizo habitualmente fiestas muy ruidosas que se prolongan hasta altas horas de la madrugada, mi vecino se queja por ruidos molestos, y una autoridad “adjudica” la disputa determinando qué es lo que dice el derecho vigente en casos de conflictos de esa naturaleza. En otros casos, en cambio –los casos que aquí me interesa abordar- aparecen “controversias sobre principios fundamentales.” En estos casos, lo que ocurre es que las partes disienten en torno a cómo “interpretar” uno de los compromisos o principios básicos que organizan nuestra vida en común. No se trata, por ejemplo, de que una de las partes niegue la existencia, el valor o la primacía especial de un derecho como el de libertad de expresión. Se trata, en cambio, de que el conflicto expresa que dentro de la comunidad existe un pronunciado desacuerdo acerca de cómo entender el significado y alcance precisos de ese derecho con el que todos están, en principio, comprometidos. Cuando ello ocurre, se torna necesario reabrir la reflexión colectiva en torno al entredicho en cuestión.

En la situación que nos ocupa, la controversia se da en torno a los alcances del poder de decisión de la Corte Suprema de la Argentina vis a vis la Corte Interamericana. La conversación que se debe abrir o (en este caso) reabrir debe ser una en la que participen, también, y de modo activo, los principales actores involucrados (la Corte argentina, la Corte Interamericana). Sin embargo, aquí tenemos un primer problema significativo, y es que los tribunales tienden a responder con un celo excesivo e indebido sobre sus propios poderes. 

Contra dicha actitud, y siguiendo a Jeremy Waldron, diría que si tenemos un desacuerdo profundo y de buena fe acerca de cómo pensar los contenidos y contornos de los derechos básicos que tenemos, no es justo que la decisión quede en mano de un puñado de funcionarios judiciales, locales o extranjeros, comprometidos o no, conocedores o no, de los detalles y circunstancias del desacuerdo del caso, e involucrados o no con las consecuencias que van a seguirse luego de la decisión del conflicto. Los problemas que nos afectan a todos, deben ser problemas que enfrentemos y resolvamos entre todos. Ello así, porque no vivimos en una monarquía ni en un régimen ilustrado: en primer lugar, somos sujetos iguales en el sentido en que todos tenemos una común dignidad moral, y en segundo lugar, vivimos en democracia, y debemos resolver nuestros principales desacuerdos reflexionando en común en torno a ellos.

A partir de lo dicho en los párrafos anteriores, puede entenderse mejor por qué es que la conclusión del análisis del fallo en cuestión debe ser que los tres votos (el voto mayoritario, el voto separado de Rosatti, y el voto disidente de Maqueda) se encuentran, los tres, en su medida, y parcialmente al menos, equivocados.

Los problemas del voto mayoritario

En primer lugar, el voto mayoritario se equivoca en su celosa ansiedad por reafirmar su poder frente a la Corte Interamericana. En efecto, pareciera que la principal preocupación de la Corte nacional fue la de dejar en claro la intangibilidad y las dimensiones de su poder, frente a la “amenaza” de menoscabo que percibe desde la Corte Interamericana. Por ello, a partir de una proposición y un desafío correctos, la Corte –en el voto mayoritario- llega a una conclusión errada.

La pretensión correcta es, como dijera ya, la de repensar los alcances del poder de la Corte Interamericana, a la luz de lo que parece ser la auto-percepción de esta última, alimentada por numerosos académicos locales y extranjeros, y que han llevado a que el tribunal internacional se asuma como máxima, suprema e indiscutible instancia del derecho interamericano. Pero así como uno, en lo personal, puede coincidir con el tribunal argentino en poner un freno a dicha auto-percepción, para desafiarla y preguntarse “por qué”, así también corresponde preguntarse “por qué” (o “de dónde lo deriva”) la respuesta que (se) da la Corte argentina, frente a dicha cuestión. Más específicamente, de dónde es que surge y qué es lo que da fundamento a la idea –explicitada por Rosatti- según la cual el tribunal argentino es el último intérprete del derecho argentino, mientras que el tribunal interamericano es el último intérprete de la Convención Americana?

El “último intérprete” es, en cada caso, la comunidad afectada, llámese la Argentina o Latinoamérica. Dicha idea de “comunidad” incluye a los tribunales superiores citados, que en todo caso pueden y deben participar de esa conversación común, desde el peculiar lugar institucional que tienen asignado. Tales tribunales van a participar así de un modo especial en la construcción de esa respuesta, por lo que tienen para decir, por las responsabilidades particulares que tienen, por las voces que están obligadas a escuchar, y por los textos que están obligados a considerar en sus respuestas. Pero su participación no deberá ser nunca la de actores desempeñándose como “últimos” o principales intérpretes del derecho en cuestión.

Por ejemplo, si disentimos (como nos ha ocurrido ya) sobre las implicaciones del principio de “no-impunidad”, y sus vínculos con ideas como las de “perseguir y castigar” los crímenes cometidos por el Estado, no necesitamos ni queremos que quienes decidan esa tremenda cuestión sean unos pocos jueces, a los que ni conocemos ni podemos controlar o desafiar debidamente. Así, debe ser la propia comunidad afectada la que decida, por ejemplo,  si Uruguay o Colombia tienen el derecho de procesar los desgarradores crímenes que se cometieron en sus respectivas países, de un modo que no incluya como única o principal respuesta la privación de la libertad, Es un error (además de una irresponsabilidad) asumir que la respuesta que Uruguay o Colombia den a ese tipo de preguntas puede ser simplemente descartada por la opinión contraria a la que arribe la mayoría de jueces que integran ocasionalmente la Corte Interamericana.

Lo dicho merece al menos tres aclaraciones adicionales –una sobre instituciones, otra sobre derechos, y otra sobre democracia- que son las siguientes. 

i) Instituciones: Primero (y sólo insistiendo sobre lo ya dicho), el rechazo a la idea de la Corte Interamericana como último intérprete va de la mano de un rechazo a la idea de la respectiva Corte nacional como último intérprete. Otra vez: son los propios afectados los que deben decidir, reflexiva y democráticamente, cómo resolver su profundo desacuerdo en la materia. 

ii) Derechos: Segundo, la conclusión anterior no se evita ni se refuta repitiendo el simplismo (ferrajoliano) según el cual “las cuestiones relativas a derechos deben ser ajenas a la decisión democrática”. Cuando todos (incluso la Corte argentina) participamos de, y alentamos, un debate democrático en torno a la Ley de Medios, por ejemplo, lo que hicimos fue –convencidamente- discutir de modo democrático en torno a los alcances y límites del derecho constitucional de libertad de expresión. Cuando en el caso “Mendoza” se abrió un proceso de diálogo y consulta en torno al saneamiento del Riachuelo y las responsabilidades por la contaminación existente, lo que hicimos en definitiva fue poner en discusión el modo efectivo en que entendemos nuestro derecho a un medio ambiente limpio. De eso se trata siempre. Invocando que hay un derecho constitucional en juego no detenemos, ni merece que detengamos, la reflexión colectiva al respecto: simplemente hacemos un llamado para que esa reflexión colectiva se lleve a cabo. Tenemos, colectivamente, el derecho de participar en la discusión sobre los contenidos y alcances de nuestros derechos. 

iii) Democracia: La tercera y más importante aclaración tiene que ver con el significado de la idea de “reflexión en comunidad” o “discusión democrática”. Cuando sostenemos aquí que nuestros desacuerdos sobre derechos básicos deben ser procesados y resueltos a través de la reflexión democrática, no estamos aludiendo a una idea boba, simple o cualunquista de democracia. Afortunadamente, y como veíamos, no necesitamos tampoco dejar dicha reflexión sobre la democracia en manos exclusivas de los teóricos de la democracia. Por suerte, ya tenemos bastante conocimientos y experiencia que nos permiten distinguir unos casos de otros, dentro de un mismo continuo (i.e., cuándo es que nos encontramos frente a una decisión no-democrática, cuando es que nos encontramos frente a una robusta decisión democrática). Más precisamente: creo que todos estamos en condiciones de decir que las decisiones tomadas en general por los gobiernos autoritarios –incluyendo, por caso, las consultas populares impulsadas en su momento por el General Pinochet en Chile o Alberto Fujimori en Perú (luego de cerrar el Congreso)- están muy cerca del extremo “negativo” de ese continuo entre decisión no-democrática y decisión fuertemente democrática. Mientras tanto, procesos de discusión como el que precedió en nuestro país a la consulta popular sobre el acuerdo por el Beagle; o como los que se dieron en Uruguay en torno a la ley de amnistía (un proceso que incluyó decisiones por parte de la legislatura nacional, los tribunales inferiores y superiores, dos consultas populares, además de años de debate en los periódicos y en las calles) se acercan mucho al extremo “positivo” de la discusión democrática robusta. Lo anterior nos ayuda a reconocer algo muy importante en la vida política Latinoamericana, y que involucra una reflexión sobre los alcances del poder de la Corte Interamericana. Muchas de las decisiones públicas que se han tomado –y algunas de las que se siguen tomando en América Latina- resultan paupérrimas en términos democráticos (por caso, por la destrucción o socavamiento de los órganos de crítica y control), y en esas condiciones, las decisiones que pueda tomar un tribunal como la Corte Interamericana ganan en importancia simbólica y en peso legal. En definitiva, la Corte Interamericana debe asumir un papel más deferente, en la medida en que sea mayor la “reflexión interna” que se produce en un determinado país, en torno a un derecho particular; y un rol más activo y de injerencia, cuando peores sean las condiciones democráticas para la reflexión y el acuerdo del caso (de allí –para citar sólo un ejemplo- el valor e importancia especiales de las primeras decisiones más “intervencionistas” de la Corte Interamericana, como en Velásquez Rodríguez v. Honduras, de 1988).

Para cerrar, y volviendo al voto mayoritario de la Corte argentina, agregaría, a lo dicho, lo siguiente: creo que la Corte nacional, básicamente, quiso afirmar los alcances (que veía bajo amenaza) de su propio poder. Por ello, entiendo que la decisión de la Corte es perfectamente compatible con la posibilidad de que en futuros fallos (re)afirme los alcances de las decisiones de la Corte Interamericana, y las obligaciones consecuentes del Estado argentino (esto así, contra el fatalismo con que algunos colegas están leyendo la decisión este fallo). Insisto: la Corte argentina –es mi convicción- sigue creyendo en el peso y el carácter obligatorio de las decisiones del tribunal interamericano, por buenas y malas razones. En su decisión, el tribunal quiso dejar a salvo su propio poder, frente a las decisiones del tribunal internacional, y de ningún modo vaciar de autoridad a la Corte Interamericana (por tanto, tampoco es esperable que se involucre en una estrategia futura de “choque de trenes” con la Corte IDH). De todos modos, en lo personal, y conforme dijera, considero que la Corte argentina se equivocó por ambas puntas: en el celo con que defendió su propia supremacía (y sobre todo, en los argumentos que dio al respecto, que sientan un muy riesgoso precedente para el futuro –y pienso en particular en una Corte con una composición diferente de la actual), y en el modo en que (según sugiere) va a seguir difiriendo autoridad, y avalando la obligatoriedad de las decisiones de la Corte Interamericana, cuando no entren en conflicto con sus propios criterios al respecto.

Los votos separados de Rosatti y Maqueda

Lo dicho en torno al voto mayoritario es básicamente aplicable a la opinión separada expresada por Rosatti, que pretende avanzar un enfoque menos controversial y polémico en relación con el lugar que le corresponde asignar a las decisiones de la Corte Interamericana. Dicho enfoque, sin embargo, termina complicando indebidamente las cosas, al consagrar un “doble principio” de soberanía interpretativa última, que es por tanto doblemente equivocado -la Corte argentina como último intérprete local, la Interamericana como último intérprete en relación con la CADH. Ambas afirmaciones resultan impropias, por las razones expresadas. Y algo más, de especial importancia para la opinión independiente de Rosatti, pero que se aplica sobre los demás votos: tomarse en serio el valor del “diálogo” entre tribunales debería haber implicado, en este caso, reconocer el valor de lo dicho por la Corte Interamericana en relación al caso aquí bajo examen. La Corte argentina debió “revocar” su sentencia anterior, pero no por la “orden” recibida desde la Corte Interamericana, ni por ser un tribunal “sometido” a la autoridad suprema de aquella. Debió hacerlo porque la Corte Interamericana afirmaba algo razonable, que el propio derecho argentino hoy reconoce como razonable, en relación con el carácter impropio de lo decidido originariamente por el máximo tribunal argentino, en torno a la “condena civil” que se le impusiera a Fontevecchia. De eso se trata el diálogo! Se trata de aceptar el peso de lo dicho por nuestro interlocutor, cuando él nos ofrece un argumento razonable, y modificar en consecuencia la propia postura. De lo contrario, decimos que dialogamos pero en realidad mostramos que estamos por completo indispuestos a cambiar nuestra postura, aún cuando la sabemos equivocada. Esa actitud sería justamente la contraria a la actitud propia del diálogo judicial que invocamos.

Finalmente Maqueda. Un segmento interesante de la doctrina argentina considera al voto disidente de Maqueda (el nuevo Fayt?) como “la decisión correcta”. Entiendo que Maqueda acierta al decirle o sugerirle al resto de la Corte que, a través de su decisión, ella pone en jaque indebidamente su compromiso con el sistema interamericano de derechos humanos, se contradice con decisiones anteriores, y abre riesgos graves para la protección de derechos humanos eventualmente amenazados en el ámbito interno. Todo ello es cierto, como es cierto que necesitamos reflexionar más sobre el carácter autoritativo de las decisiones de la Corte Interamericana, y que la respuesta al respecto no puede ser la que predomina dentro de la dogmática constitucional argentina, y que Maqueda parece suscribir sin mayores ambages. Entiendo que hay un error en la lectura que propone Maqueda del art. 75 inc. 22, en la idea de que “las sentencias de la Corte Interamericana…deben ser cumplidas por los poderes constituidos…y, en consecuencia, son obligatorias para la Corte Suprema de Justicia de la Nación”. Insisto en esto: los disensos que surgen en cuanto a cómo interpretar los principios básicos de nuestro derecho –que incluyen, por supuesto, a la CADH- no se deciden a través de las órdenes de ninguna autoridad, persona o institución particular, llámese el presidente, la Corte argentina o la Corte Interamericana. Tales desacuerdos deben decidirse a través de una conversación que involucra, también, y de modo relevante, a todos los actores antes citados. Y si la Corte argentina, a través de su voto mayoritario, yerra al no tomar en serio a la palabra de la Corte Interamericana (más aún, al tratar de privarla de autoridad frente a sí misma), Maqueda se equivoca al asignar a la “voz” de la Corte Interamericana una autoridad fulminante, superior o definitiva, cuando se trata en cambio de un participante privilegiado, pero no predominante ni supremo ni excluyente, en la conversación que tenemos en torno a cómo interpretar el sentido o alcances de un cierto derecho. La Corte argentina, repito, debió hacer caso a la Corte Interamericana, en esta oportunidad, “revocando” la “condena civil” que le fuera impuesta a Fontevecchia, no porque la Corte Interamericana la obligue con sus órdenes, sino porque –bajo un razonamiento que el derecho argentino ya ha afirmado- mostraba tener razón, en este caso.

14 feb 2017

Auditorìa por el Correo

Bien don Carlos Balbìn

"El procurador del Tesoro de la Nación, Carlos Balbín, ordenó este lunes el inicio de una auditoría sobre todos los funcionarios públicos del Poder Ejecutivo que intervinieron desde 2001 hasta hoy en el juicio entre el Estado Nacional y el Correo Argentino S.A., de la familia del presidente Mauricio Macri, por la deuda de la compañía."


http://www.infobae.com/politica/2017/02/13/acuerdo-con-el-correo-argentino-auditaran-a-los-funcionarios-publicos-que-actuaron-desde-2001/

Dworkin sobre el holocausto


 Incluso los intolerantes y quienes niegan el Holocausto
deben poder dar su opinión*


Escuela de Derecho, Universidad de Nueva York-Estados Unidos


Traducción de Leonardo García Jaramillo


Los medios de comunicación británicos, pensándolo bien, actuaron correctamente al no reeditar las caricaturas danesas contra las que protestaron millones de musulmanes furiosos y que causaron una destrucción violenta y terrible alrededor del mundo. Reeditarlas hubiera significado muy probablemente la muerte de más personas y la destrucción de más propiedades. Hubiera ocasionado mucho dolor entre un gran número de musulmanes británicos, porque les habrían dicho que la publicación pretendía mostrar desprecio por su religión y,aunque tal percepción habría sido inexacta e injustificada, el dolor habría sido no obstante auténtico.Es verdad que los lectores y espectadores que siguieron la historia a lo mejor hubieran preferido juzgar por sí mismos el impacto, el humor y la naturaleza ofensiva de las caricaturas y, por tanto, los medios podrían haber sentidoalguna responsabilidad de ofrecer esa oportunidad. Pero el público no tieneel derecho a leer u observar lo que quiera sin importar el costo y, en cualquier caso, las caricaturas están ampliamente disponibles por internet.
Algunas veces la autocensura de los medios significa la pérdida de información, argumentos, literatura o arteque son importantes, pero no en este caso. Podría parecer que dejar de reeditarlas otorga una victoria a los fanáticos que instigaron la violencia y, por lo tanto, que les incita a emplear tácticas similares en el futuro. Pero hay alguna evidencia conforme a la cual la oleada de disturbios y destrucción –repentina, cuatro meses después de que las caricaturas se publicaron por primera vez– fue orquestada desde el Medio Oriente por razones políticas de más peso. Si ese análisis es correcto entonces mantener hirviendo la cuestión mediante nuevas reediciones, beneficiaría de hecho a los responsables y recompensaría su estrategia de implementar el terror.
Sin embargo subsiste un peligro real de que la decisión de los medios británicos de no reeditarlas, aunque sea una decisión inteligente, se interprete erróneamente como un respaldo a la opinión ampliamente compartida conforme a la cual la libertad de expresión tiene límites, que debe ponderarse con las virtudes del multiculturalismo y que, al fin y al cabo, el gobierno acertó al proponer que sea considerado delito publicar cualquier cosa que sea considerada “ofensiva o insultante” para un grupo religioso. La libertad de expresión no es sólo un símbolo especial y distintivo de la cultura occidental que pueda serampliamente limitado o reducidocomo una medida de respeto hacia otras culturas que lo rechazan, tal como una luna en cuarto creciente o una menorápodrían incluirse en una exposiciónde la religión cristiana. La libre expresión es condición de un gobierno legítimo. Las leyes y las políticas no son legítimas a menos que hayan sido adoptadas mediante un proceso democrático, y un proceso no es democrático si el gobierno ha impedido a alguien expresar sus convicciones sobre cuáles deberían ser esas leyes y políticas.La burla o mofa es un tipode expresión bien determinada. Su esencia no puede redefinirse de una forma retórica menos ofensiva sin expresar algo muy distinto de lo que pretendía. Por esta razón las caricaturas y otras formas de burla se han contado desde hace siglos, incluso cuando eran ilegales, entre las armas más importantes de los movimientos políticos, tanto de los honorables como de los perversos.
Por esta razón en una democracia nadie, no importa cuán poderoso o impotente sea, puede tener derecho a no ser insultado u ofendido. Ese principio cuenta con una particular importancia en una nación que lucha por alcanzar mayores grados de justicia racial y étnica. Si minorías débiles o impopulares desean que el derecho las proteja de la discriminación económica o jurídica –si desean que se promulguen leyes que prohíban la discriminación en su contra, por ejemplo,en el empleo–, tienenpor lo tanto que estar dispuestas a tolerar cualquier insulto o burla que quienes se oponen a dicha legislación quieran exponer a los demás votantes, toda vez que sólo una comunidad que permite tales insultos puede adoptar legítimamente tal tipo de leyes. Si esperamos que los intolerantes acepten la decisión de la mayoría una vez que se ha pronunciado, tenemos entonces que permitirles expresar su intolerancia en el proceso que derivó en la decisión que les pedimos respetar. Independientemente de lo que signifique el multiculturalismo –si significa reclamar un incremento del “respeto” para todos los ciudadanos y grupos– estas virtudes serían contraproducentes si se llegase a pensarque justifican la censura oficial.
Los musulmanes que fueron ofendidos por las caricaturas danesas señalaron que en muchos países europeos es un delito negar públicamente, como hizo el presidente de Irán, que el Holocausto existió. Dicen que la preocupación occidental por la libre expresión no es,por lo tanto, más que hipocresía interesada, y no carecen de razón. Pero, por supuesto, la solución no es hacer el compromiso con la legitimidad democrática incluso mayor de lo que ya es, sino trabajar por una nueva comprensión de la Convención Europea de Derechos Humanos, conforme a la cual se revoquen en toda Europa la ley que penaliza la negación del Holocausto y otras leyes similares debido a lo que son: violaciones a la libertad de expresión, la cualprecisamente exige esa Convención.
Con frecuencia se afirma que la religión es especial porque las convicciones religiosas de las personas son tan esenciales para su personalidad que no se les debería pedir que tolerenburla alguna en dicha dimensión, y porque podrían sentir un deber religioso de contraatacar en lo que consideran un sacrilegio. Aparentemente Gran Bretaña ha adoptado esa perspectiva, ya que conserva el delito de blasfemia, aunque sólo para los insultos a la cristiandad.Pero no podemos hacer una excepción para el insulto religioso si queremos utilizar el derecho para proteger el libre ejercicio de la religión de otras formas. Si deseamos prohibirle a la policía que, por ejemplo en casos de ciertas inspecciones o registros, establezca perfiles criminales apersonas que lucen o se visten como musulmanes, tampoco podemos prohibir que la gente se oponga a esa política afirmando, en caricaturas o de otra forma, que el Islam está comprometido con el terrorismo, por muy absurda que nos parezca esa opinión. La religión tiene queajustarse a la democracia, y no al contrario. A ninguna religión puede permitírsele que legisle para todos acerca de lo que se puede o no dibujar, más de lo que puede legislar sobre lo que se puede o no se puede comer. Las convicciones religiosas de nadie pueden concebirse para triunfar sobre la libertad que hace posible la democracia.



*Versión original en TheGuardian, 14 de febrero de 2006. Traducción publicada en: Leonardo García Jaramillo (ed.) Nuevas perspectivas sobre la relación/tensión entre la democracia y el constitucionalismo. Lima: Grijley, colección “Derecho y tribunales” No. 8, 2014.

12 feb 2017

Prisiòn al negacionista?/ Dworkin sobre el Holocausto

Nueva iniciativa lamentable de Nilda G., diputada kirchnerista: ahora, prisiòn y multa para el "negacionista" Segùn la propuesta, "Será reprimido con prisión de seis meses a dos años y con multa de 10.000 a 200.000 pesos quién públicamente negara, minimizara, justificara y/o aprobara cualquier forma de genocidio o crímenes contra la humanidad", 

1) Frente a quien piensa muy diferente en temas que para "nosotros" son demasiado importantes, lo que tenemos que hacer es un esfuerzo argumentativo extra: (como dijera el juez Brandeis en "Whitney") persuadirlo o refutarlo, no impedir que hable
2)  La idea según la cual los conflictos se resuelven repartiendo penas privativas de libertad, deriva de una visión tonta, dogmática, represiva, pero sobre todo equivocada del derecho.

Como dijera el ùnico, Ronald Dworkin, aùn los fanáticos y los negacionistas del Holocausto tienen derecho a decirnos lo que piensan
genio

10 feb 2017

Reivindicación de los plebiscitos

Publicado hoy en El País
http://elpais.com/elpais/2017/02/09/opinion/1486644995_314713.html?id_externo_rsoc=TW_CC

Luego de plebiscitos como los llevados a cabo en Reino Unido y Colombia, que culminaron con resultados contrarios a los esperados por la opinión pública internacional, comenzaron a escucharse voces opuestas a la celebración de tales consultas directas a la ciudadanía. Algunos impugnaron la necesidad de los procesos; otros objetaron su sentido y valor, y muchos cuestionaron directamente el recurso a los mecanismos de la democracia directa. Las razones alegadas fueron muy diferentes, incluyendo referencias a la supuesta irracionalidad de las mayorías; al papel manipulador de los medios de comunicación; o a la impermisibilidad de decidir democráticamente en torno a temas vinculados con derechos fundamentales. Este tipo de críticas ayudan a reforzar el elitismo que viene corroyendo las bases de los sistemas institucionales de nuestros países, y alimentan el déficit democrático que los caracteriza.


Muchos de los que defendemos formas robustas y exigentes de la democracia no lo hacemos porque sí o por cualquier razón, ni sostenemos cualquier versión o manifestación aparente de democracia, ese concepto “esencialmente disputado”. Defendemos, más bien, formas específicas de democracia, relacionadas con rasgos definitorios como los de inclusión y debate público. Y lo hacemos bajo la convicción de que formas tales de la democracia son capaces de garantizar mejor que ningún otro esquema institucional alternativo la toma de decisiones imparciales; es decir, decisiones respetuosas de las demandas encontradas que son habituales en sociedades pluriculturales como las nuestras. Como asumimos —como lo hacía John Stuart Mill— que nadie es mejor juez de sus propios intereses que uno mismo, consideramos que, cuando disentimos sobre cuestiones que reconocemos de primera importancia, no queda mejor alternativa que la de conversar entre todos buscando alguna salida a nuestros comunes problemas. Como los miembros de un condominio que no están de acuerdo acerca de si seguir edificando o no en sus terrenos. Como los participantes de una comunidad educativa que están disconformes con los planes de estudio.


Lo dicho nos advierte ya acerca del atractivo y de los problemas que son propios de los plebiscitos u otras formas de la consulta pública. En general, tales consultas merecen ser criticadas “por lo poco, antes que por lo mucho”. Importa aclarar lo anterior, porque implica descartar una cantidad de objeciones comunes frente a las consultas al pueblo, que consideran que ellas transfieren demasiado poder a una ciudadanía poco preparada. En estas mismas páginas se ha descrito a mecanismos como el plebiscito como un engendro confuso y simple, alimentado por “la ignorancia, la información sesgada y la alteración emocional”. Por el contrario, se trata de un método valioso en vista del carácter altamente deficitario de nuestro sistema democrático, al que puede ayudar a través de su dimensión inclusiva, y al que debe ayudarse para que reforzarlo también en su dimensión deliberativa. De allí que podamos decir que si los plebiscitos pecan por algo, ello no se debe a su carácter de democracia en exceso sino, en todo caso, a su eventual dificultad para remediar a la democracia en su defecto. Pueden (o no) servir para mejorar nuestras conversaciones colectivas, y deben ser valorados (o no) en la medida en que lo hagan.

El problema en Reino Unido y Colombia fue de los que convocaban y no de los convocados

A los demócratas no nos da lo mismo la convocatoria a la ciudadanía de cualquier manera (por ejemplo, sin debate previo), o por cualquier razón (por ejemplo, oportunismo electoral), o sobre cualquier tema (por ejemplo, cuestiones de moral privada, sobre las que cada individuo debe ser soberano). No confundimos a la democracia con el mercado, ni al debate público con una encuesta. Por eso pudimos criticar sin empacho las consultas convocadas por el general Pinochet en Chile, con la oposición maniatada, o por Alberto Fujimori en Perú, con el Congreso cerrado. Por eso, las críticas a los plebiscitos de Reino Unido o Colombia han tenido que ver con el modo grave en que allí se simplificaron asuntos complejos; con los sesgos con que las consultas fueron convocadas; o con el hecho de no haber sido precedidas por procesos de discusión equitativos y suficientes. El problema estuvo más vinculado a los representantes que convocaban a tales consultas, antes que con rasgos propios (incapacidad técnica, etcétera) del público convocado.

Lo dicho hasta aquí implica negar el supuesto de la ciudadanía ignorante e irracional, que muchos siguen hoy asumiendo. Si fuéramos tan irracionales, tendríamos razones para abandonar la democracia en pos de la reinstauración de sistemas aristocráticos. Como no somos tan irracionales, lo que necesitamos es diseñar sistemas institucionales que nos ayuden a morigerar los errores a los que todos —jueces, políticos o ciudadanos del común— estamos expuestos. Lo dicho implica también rechazar la sugerencia conforme a la cual los ciudadanos somos meras criaturas de los grandes medios de comunicación. Si los medios tuvieran realmente el poder manipulativo y de control que se les adjudica, lo que necesitaríamos sería democratizar a los medios, en lugar de amordazar a los ciudadanos.

Lo dicho no implica el absurdo de pretender discutirlo todo, todo el tiempo, entre millones de personas: basta con discutir bien, regularmente, algunas pocas cuestiones relevantes, con muchos o con algunos (las experiencias del juicio por jurado, las audiencias públicas, el presupuesto participativo, las consultas previas exigidas por la OIT en relación con comunidades indígenas afectadas, etcétera, son ejemplos de experiencias democratizadoras posibles y relativamente exitosas).

No se trata de discutirlo todo y todo el tiempo, sino de discutir bien algunas cuestiones relevantes

Finalmente, importa poner en cuestión, también, la dogmática idea conforme a la cual las cuestiones de derechos deben dejarse al margen de la democracia. Primero, porque no hay cuestión importante que no involucre derechos (no discutir sobre cuestiones que afecten derechos implicaría poner fin a la democracia). Segundo, porque cuando reconocemos a algún interés fundamental como “derecho” (por ejemplo, la libertad de expresión), no decimos demasiado sobre lo que realmente importa, esto es, su contenido, su alcance, sus límites, cuestiones que en democracia no pueden ser ajenas al debate colectivo (por ejemplo, cómo definir los contornos de una ley de medios o regular el discurso de odio).

Tercero, porque conocemos legislaturas que han apoyado ciertas formas de tortura; jueces y fiscales que han avalado la pena de muerte; cortes supremas que han considerado constitucional la esclavitud o la criminalización de la homosexualidad, pero las principales críticas se siguen enfocando sobre la democracia directa. ¿Por qué no exigir, en cambio, mayores controles democráticos sobre aquellos órganos, en lugar de predecir los horrores en que caería la ciudadanía si se discutiera con ella? Otra vez: nuestra apuesta no es por una multiplicación de las encuestas de mercado, sino la reanimación de los mecanismos del diálogo colectivo.

Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional y doctor en Derecho.

9 feb 2017

Hispánicas V. El crimen de Cuenca/ Tortura y jurados en la era del Apocalipsis



Volví a ver la dura película El Crimen de Cuenca, antes participar en un evento académico en la ciudad del título. El film no ha envejecido en nada, y por el contrario, sigue diciendo: se muestra en buena forma, y sugiere cosas importantes sobre temas penales sobre los que merece la pena pensarse. Señalo algunas cuestiones:

* Lo primero, lo que ya todos le dijeron al presidente norteamericano: la tortura no sirve, entre otras razones porque lleva a que la víctima termine diciendo lo que el torturador quiere escuchar, con tal de frenar el martirio. Lo que la película muestra al respecto (además de torturas pocas veces exhibidas de ese modo tan explícito) es muy doloroso, en la traición cruzada de antiguos compañeros. (Sobre este punto, y en el contexto del cambio presidencial en USA, habrá que reforzar la idea de que la tortura sería inaceptable aún si sirviera -cosa que no ha sido señalada tan enfáticamente como se debiera).

* El populismo penal, y el castigo por (con) aclamación, viene de lejos, y merece ser a) desvinculado de aquello con lo que no está vinculado -fundamentalmente, del ejercicio democrático; y b) vinculado con aquello a lo que habitualmente está vinculado, esto es, a la manipulación y el ocultamiento de información por parte del gobierno. Repudiar el populismo debiera ser (contra lo que es) una forma de repudiar a la acción de los poderes políticos y económicos predominantes -y no una forma de repudiar la democracia.

* El juicio por jurados merece ser defendido como instancia de involucramiento cívico en la decisión de conflictos que son colectivos. En cambio, no merece ser tomado como fuente infalible de certeza, en torno a cuestiones empíricas. Aquí aparece un tema importante, vinculado con el modo en que, en la práctica, el jurado ha sido degradado: el jurado gana sentido como forma de reflexión colectiva sobre problemas morales compartidos, y pierde interés, en cambio, cuando se lo reduce a aquello que ha terminado siendo, esto es, una caja dedicada a dictaminar sobre cuestiones fácticas. Reducido a esto último, resulta vulnerable frente a lo obvio: cualquier cambio en los datos empíricos (i.e., aparición de información ausente o datos nuevos) deja al "veredicto popular" en ridículo.

* La amistad cívica es capaz de atravesarlo todo, de sobreponerse a todo. La resolución profunda de los conflictos más divisivos necesita pasar por allí, aunque ello no sea nada fácil, por supuesto. Como diría Michael Sandel, si la familia o la comunidad empiezan a ser capturadas o paulatinamente "tomadas" por las instituciones de la justicia formal (i.e., para dirimir problemas internos la familia debe apelar a mediadores externos) entonces llegamos al principio del fin. Tal vez, una justicia más dispuesta a convocar a las partes, a organizar diálogos entre las diferentes partes del conflicto, más preparada para mediar y fomentar conversaciones democráticas, podría ayudar a desandar el camino -ayudarnos a salir del lugar en donde estamos hoy, dominado por el formalismo legal y la burocratización política.

Perdonarse a sí mismo

6 feb 2017

Hispánicas IV. La "cultura clarista"




El libro "Democracia deliberativa", editado por Jon Elster (acá), incluye varios artículos interesantes, pero de entre ellos destaca especialmente un exquisito ensayo escrito por el extraordinario autor italiano Diego Gambetta (Elster declaró hace poco que Gambetta ocupa una posición privilegiada entre sus autores "top" -ver una linda entrevista a Elster, donde señala esto, acá -gracias Nahuel por el envío).

El texto se titula "Claro!" An Essay on Discursive Machismo (el texto completo, en inglés, puede verse acá) e incluye -como otros textos del autor- una libérrima colección de reflexiones lúcidas y citas entretenidas (inclusive -y Gambetta en su artículo me adjudica a mí la culpa- la del golpista Aldo R. hablando de la duda como "jactancia de los intelectuales"). La frase "Claro!," que da título al ensayo, está tomada de España, aunque Gambetta tenga especialmente en mente ejemplos provenientes de Italia. Con la referencia a la "cultura clarista" (así la llama), Gambetta sintetiza una serie de patologías capaces de socavar la democracia deliberativa, y que retoma de un trabajo de Albert Hirschman de 1986, y publicado en New York Review of Book: "On democracy in Latin America."

La expresión “claro!” es típica de España, aunque con otras variables pueda encontrarse también en América Latina, en donde –decía Hirschman- “se le asigna un valor considerable al tener opiniones fuertes sobre casi todo, y desde el comienzo; como también al hecho de ganar una discusión, en lugar de escuchar a los otros o de encontrar, ocasionalmente, que hay algo que se puede aprender de los demás”. “Claro!” aparece entonces como sinónimo de -agrega Gambetta- “ya lo sabía,” “obvio”, “pero qué novedad es esa”, "ya lo sabía," "nada de lo que digas me sorprende"
.
Cada vez que vuelvo por estas tierras vuelvo a acordarme del ensayo de Gambetta: la realidad lo fuerza. Me pregunto por qué esa contundencia, por qué esa necesidad de mostrarse ajenos a la duda, por qué la ansiedad de dejar en claro que ya lo sabían todo desde el principio. Por qué, me pregunto, tan tremenda inseguridad?

Hispánicas III. Gracias por los desayunos

El Diamante, Madrid (La Latina).


5 feb 2017

La interpretación del art. 119 y traición a la patria, según Zaffaroni (CON PD)

En un reportaje que se encuentra acá, o en esta nota que escribió a, el actual miembro de la Corte Interamericana, ER Zaffaroni, se refiere al art. 119, en relación con la denuncia de Nisman, y cómo interpretar la idea de "traición a la patria." Transcribo a continuación los párrafos centrales del texto de Zaffaroni, e intercalo algunos comentarios para señalar básicamente lo siguiente: Zaffaroni suscribe una concepción de la interpretación del derecho, en línea con (y lo digo descriptivamente, y no como agresión) una mirada elitista/conservadora/no democrática de la interpretación constitucional. Dicha mirada, cercana al análisis originalista y reservado a técnicos, es la que le criticamos a Antonin Scalia y al nominado en su reemplazo, Neil Gorsuch. Se trata de una lectura que prefiere mirar hacia atrás (lo que dijeron "los padres fundadores," típicamente, o sus intenciones) para rechazar cualquier lectura que ponga el acento en el "entendimiento actual", o en lo que hoy podamos acordar al respecto. Por supuesto, son muchas las formas posibles que pueden tomar estas lecturas interpretativas alternativas (de "actualización" de la Constitución, o "lectura dinámica"). En lo personal, yo rechazo siempre las lecturas originalistas, en su injustificado conservadurismo, y cuestiono también muchas de las (también torpes) lecturas dinámicas. En todo caso, creo que las formas de interpretación más adecuadas deben comenzar por el texto y pasar por este último tipo de lecturas (más "actuales"), que partan de la interpretación de sentido común que pueda hacer un ciudadano razonable (quiero decir, no extravagante ni caprichoso en sus juicios), básica o modestamente comprometido con la Constitución. Ello así, sobre todo si ponemos el acento en el debate democrático, y cuestionamos el monopolio interpretativo judicial. Dicho esto, transcribo el 119 y el núcleo de la argumentación de Zaffaroni, para ir intercalando entonces algunos comentarios, en mayúsculas.

Art. 119: "La traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro. El Congreso fijará por una ley especial la pena de este delito; pero ella no pasará de la persona del delincuente, ni la infamia del reo se transmitirá a sus parientes de cualquier grado." 

Dice ERZ:

"hubo muchos despropósitos jurídicos, pero la pretensión de manipular el 119 es de nuestros días.
Una cosa es abusar irresponsablemente del lenguaje para injuriar con esa calificación, lo que lamentablemente sucedió varias veces, pero otra muy diferente y mucho más grave, es pretender que la calificación tiene algún asidero jurídico, que es lo que hoy parece que se pretende.
Toda la doctrina constitucional argentina sostiene que ese artículo es una garantía y que no puede hacerse ninguna extensión arbitraria. No hay constitucionalista que diga otra cosa. Joaquín V. González quizá haya sido el más claro, pero se puede citar a otros muchos: Bidart Campos, Zarini, Vanossi, etc. Tampoco hay penalista que haya escrito sobre el tema que no le asigne la misma naturaleza de garantía. Sin embargo, hoy se pretende manipular el concepto por fuera de la Constitución y, lo más insólito, es que nadie parece alarmarse demasiado.
La primera parte del art. 119 dice terminantemente que la traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro." 

ANTE TODO, NO ESTAMOS ANTE UN ARTICULO CONSTITUCIONAL CLARO. POR LO CUAL, SI ALGUIEN QUIERE PROPONER UNA INTERPRETACION MAS ESPECIFICA Y POLEMICA (POR EJEMPLO, AGREGANDO ALGO QUE LA CONSTITUCION EXPLICITAMENTE NO DICE), DEBE DAR RAZONES DE PESO. ESA EXIGENCIA DE DAR RAZONES NO QUEDA SUPLANTADA POR UNA CATARATA DE CITAS DE AUTORIDAD. ERZ PROPONE UNA INTERPRETACION POLEMICA, INCLUYENDO LA IDEA DE "SITUACION DE GUERRA" (EN EL REPORTAJE CITADO, Y EN EL ARTICULO, MAS ABAJO, ERZ DICE: "nuestra Constitución dice que para haber traición se requiere una guerra, y acá no hubo ninguna guerra"). NUESTRA CONSTITUCION NO DICE ESO, SINO QUE EL Y OTRA GENTE PROPONEN QUE SEA INTERPRETADA COMO DICIENDO ESO.
EN LO PERSONAL, POR EJEMPLO, USARIA EL ARTICULO PARA CONSIDERAR TRAIDORES A LA PATRIA A LOS GOLPISTAS QUE USAN LAS ARMAS CONTRA LA PATRIA. NO NECESITO NI QUIERO ENTONCES QUE ME MEZCLEN LA IDEA CONSTITUCIONAL CON LAS SITUACIONES DE GUERRA.

INSISTE ERZ CON LA APELACION A ARGUMENTOS DE AUTORIDAD (Y LAS RAZONES NO APARECEN): "Como lo subrayan todos los juristas argentinos que escribieron sobre esto, dice únicamente. También por unanimidad, todos los doctrinarios del derecho penal, de todos los tiempos y de las ideologías más variopintas, afirman que esa definición presupone una guerra internacional. Vaya alguien a una biblioteca y lea a Gómez, Soler, Núñez, Fontán Balestra, González Roura, Levene, Creus, por citar sólo a algunos de los que ya no están entre nosotros. En todo lo anterior no hay media biblioteca que diga otra cosa: no hay ningún folleto, salido de la pluma de algún constitucionalista o penalista argentino, que diga algo diferente.

La Nación Argentina fue víctima de una agresión, pero una agresión es una victimización, no una guerra. OTRA INTERPRETACION CUANTO MENOS RARISIMA: UNA AGRESION ES UNA VICTIMIZACION??? NO SERA EL CASO QUE LA PRESENCIA DE UNA AGRESION GRAVISIMA Y MORTAL ES RELEVANTE PARA DETERMINAR SI HABLAMOS DE LA IDEA CONSTITUCIONAL DE ENEMIGO? En último caso, la agresión internacional habilita al estado agredido a una guerra defensiva, pero esto nunca lo hizo la Nación Argentina, sino que se limitó a seguir los pasos procedentes conforme al derecho internacional, reclamando la extradición y sanción de eventuales responsables. No hay guerra de uno, la guerra siempre es entre dos.
El derecho internacional procede como el penal en caso de legítima defensa. Si alguien le propina un puñetazo a otro, se trata de una agresión ilegítima y el agredido puede defenderse, pero si no responde, no hay ninguna legítima defensa, sino sólo la agresión sufrida.
Nunca hubo una guerra con Irán, ni siquiera un preparativo. Jamás nuestros militares se prepararon para atacar a Irán. Por suerte, no hubo ni la más mínima intención bélica por parte de la Nación Argentina agredida. TODO SIGUE DEPENDIENDO DE ASUMIR QUE LA CONSTITUCION SINTETIZA LA IDEA DE TRAICION EN LA EXISTENCIA DE GUERRA. PERO NO HAY NINGUNA RAZON PARA PENSAR QUE DEBA SER ASI. CUALQUIER CIUDADANO TIENE DERECHO A PENSAR LA IDEA CONSTITUCIONAL DE ENEMIGO CON INDEPENDENCIA DE UNA SITUACION DE GUERRA.

El art. 18 constitucional prohíbe la pena de muerte por causas políticas, y si faltase el 119, esta disposición hubiese sido burlada, porque cualquier causa política hubiese podido ser considerada traición. Son dos disposiciones complementarias, pero que tienen un único objeto históricamente bien definido: evitar la confusión de cualquier delito con la traición, con lo cual la Constitución quiso erigir un obstáculo a toda tentativa de regresión a los sangrientos episodios de las luchas fratricidas del siglo XIX.
PASAMOS AL ARGUMENTO ORIGINALISTA, SOBRE LAS INTENCIONES DE LOS CONSTITUYENTES. HABRA QUE DECIRLO DE UNA VEZ: QUE IMPORTAN LAS INTENCIONES DE LOS CONSTITUYENTES? ELLOS, POR EJEMPLO, TENIAN LA INTENCION DE QUE LAS MAYORIAS NO INTERVINIERAN EN POLITICA. Y ENTONCES? SI NO ESCRIBIERON ESO, ESO NO EXISTE, NO CUENTA. Nuestros constituyentes no copiaron el art. 119 sólo por mera imitación, sino también –y fundamentalmente– porque perseguían el objetivo de obstaculizar una regresión a los fusilamientos fratricidas. No lo evitaron, pero buena intención no les faltó.
Cuidado con esta creatividad perversa: CURIOSO, PONER GUERRA DONDE LA CONSTITUCION NO DICE GUERRA ES UN EJEMPLO DE CREATIVIDAD TOTAL. la Constitución dice claramente que la traición es únicamente lo que ella dice y nada más, como garantía para todos los ciudadanos. Es expresa la voluntad constitucional de que nadie –al calor de cualquier circunstancia– manipule la estricta definición de la traición, sabiamente consagrada por nuestra Constitución desde 1853, porque eso implica abrir las compuertas a represalias y venganzas políticas ilimitadas, o sea, legitimar una regresión a tiempos de guerra civil, por fortuna superados.
Si bien los últimos tiempos nos acostumbran a despropósitos, este es de muy alto calibre, pudiendo decirse que con la tentativa de manipulación del artículo 119 constitucional se ha descompuesto el termostato jurídico. Aquí es bien válido el pará la mano con decir cualquier disparate peligrosísimo y pretender que eso es derecho. EN EFECTO, PAREMOS LA MANO CON MANIPULAR LA CONSTITUCION A NUESTRO GUSTO. SI LE QUEREMOS HACER DECIR LO QUE NO DICE, TENEMOS QUE DAR ARGUMENTOS, NO SIMPLEMENTE INVOCAR ARGUMENTOS DE AUTORIDAD O LAS SUPUESTAS INTENCIONES DE NUESTROS CONSERVADORES ANCESTROS

p.d.: EN LO PERSONAL, LA IDEA CONSTITUCIONAL DE "ENEMIGO" NO ME GUSTA, Y PARA HACERLA CONSISTE CON SUS OTROS RESPETUOSOS RECLAMOS, PROPONDRIA (JUNTO CON TANTOS) UNA LECTURA MUY RESTRICTIVA DE LA IDEA DE ENEMIGOS. SIN EMBARGO, ME RESULTA DIFICIL NO PENSAR QUE EN ESA LECTURA RESTRICTIVA NO ENTREN QUIENES TUVIERON RESPONSABILIDAD EN EL MAXIMO ATENTADO EN LA ARGENTINA EN TODA SU HISTORIA (NO "LOS IRANIES" SINO, JUSTAMENTE, LOS RESPONSABLES DE LA OPERACION, QUE SERIAN JUSTAMENTE LOS MIEMBROS DEL GRUPO CON EL QUE EL GOBIERNO ANTERIOR TERMINA PACTANDO). EN TODO CASO, NO NECESITO AQUI LLEGAR TAN LEJOS: ME BASTA CON DECIR QUE ERZ DEBE SEGUIR ARGUMENTANDO SI LE QUIERE HACER DECIR A LA CONSTITUCION LO QUE ELLA NO DICE.

3 feb 2017

La reapertura de la denuncia de Nisman

Luego de que el juez Rafecas se negara -tan curiosamente- a abrir a prueba la denuncia presentada en su momento por el fiscal Nisman contra la ex presidenta, el juez Lijo decidió esta semana que se realicen unas 50 medidas probatorias, procurando echar luz sobre una causa que es de primer interés público. Al respecto, quisiera agregar por ahora unas pocas cosas:

* No tengo dudas de que la denuncia de Nisman contra la ex presidenta fue escrita repentina, improvisada y chapuceramente, ante alguna amenaza o urgencia que sintiera el fiscal muerto. Por supuesto, la dimensión de esta "necesidad inminente" clama a los gritos, por sí sola, una investigación sobre las cloacas del Estado argentino.

* El apuro de Nisman parece tan cierto como que Nisman "armó" esa denuncia a partir de materiales que había estado acumulando durante más de diez años, gracias a recursos infinitos, y "servicios" también amplísimos a su disposición. Esto es decir, la denuncia puede haberse armado a las apuradas, pero los materiales de respaldo tenían que ver con lo encontrado luego de una década de investigación.

* Que Nisman fuera un chapucero, o un improvisado, o alguien que dilapidó recursos comunes, o un mujeriego, o alguien que convivió alegremente con lo peor de los servicios de inteligencia durante diez años, debiera representar un tremendo llamado de atención para los kirchneristas: fue NK quien, en tren de tapar antes que resolver un conflicto gravísimo (el atentado a la AMIA en este caso) repitió su técnica de cooptar, pagar sumas enormes, y usar de modo sucio a los servicios. Que el kirchnerismo hoy se anime a denunciar a Nisman como todo aquello (mujeriego, dilapidador de recursos públicos, etc.), cuando él fue un puro producto y creación de NK, resulta una enormidad. Que se digaque el trabajo de Nisman fue pésimo, sin hacer -ni haber hecho en diez años- una sola mención al tema de quién lo mantuvo en su cargo, y por qué razón, resulta intragable: si Nisman y su investigación fueron "puro verso", entonces qué hicieron manteniendo silencio al respecto durante diez años. Cómplices.

* En tal sentido, el hecho de que algunos fiscales incumplieran con su obligación pública, y se desesperaran por cerrar lo que debían abrir a prueba, representa una vergüenza jurídica única en la historia del derecho occidental. Los fiscales encargados de demostrar la culpabilidad de los imputados hicieron lo imposible para asegurar que, en verdad, no había causa ni caso: no había nada que investigar. Eso, frente al hecho de que Nisman fue el Fiscal Especial asignado por ese mismo gobierno, para investigar el más grave atentado en la historia argentina, con el total y permanente apoyo del gobierno que lo nombrara. Cuando ese mismo Fiscal presenta su acusación final (el resultado de los diez años de investigación que el gobierno k apoyó y financió), los fiscales  argentinos dijeron: "aquí no pasa nada," como si hubiera hablado mi tía Porota sobre la liga inglesa. Lo hecho por los fiscales argentinos amerita ser estudiado en todas las Universidades del país y del mundo bajo el título: "cómo es que no deberá actuar jamás un fiscal".

* La improvisada denuncia de Nisman no sólo se basó en información recolectada (a duras penas, mal, por malos medios) durante diez años, sino que además, y sobre todo, es verosímil. Su reconstrucción permitía poner juntas todas las piezas del tablero, y explicar movimientos de otro modo incomprensibles. Entre esas piezas desacomodadas y estos movimientos de otro modo inexplicables, está la firma de un tratado con Irán; el giro de 180 grados de la política diplomática con ese país; la creación inmediata de fideicomisos destinados a llevar adelante negocios de petróleo y granos con Irán; las conversaciones y presiones de Chávez para que la Argentina cambiara la política hacia Irán; los insólitos llamados de teléfono entre personajes (de cuarta pero) de enorme influencia y peso en lo relativo a la relación con Irán, y sospechados diplomáticos iraníes; la ruptura interna dentro de los servicios de inteligencia locales, entre la rama "pro-yanqui/israelí" y la rama "pro-Irán," etc.

* El ex supremo Zaffaroni ha dicho algunas preocupantes cosas sobre el caso (algunas de ellas, incluyendo la idea de que "ahorcaría" a Nisman si estuviera vivo, acá). Aquí me concentro sólo en una: de dónde sacó que la denuncia de Nisman es un mamarracho, porque acusa a la ex presidenta y secuaces de "traidores a la patria," "cuando en nuestra Constitución dice que para haber traición se requiere una guerra, y acá no hubo ninguna guerra". De dónde sacó eso???Dice la Constitución: "Artículo 119.- La traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro. " De dónde deriva entonces lo de "se requiere una guerra"? Y la parte donde dice "unirse a los enemigos"? Qué serían los acusados por terrorismo -del peor atentado antisemita de la historia sufrido por la Argentina? Serían amigos o enemigos de la patria? Un nuevo episodio de la serie "te interpreto cualquiera."



Hispánicas II. Gimnasio y pesadilla

El gimnasio de mi barrio, aquí en Madrid, reproduce algunos horrores que aparecen en otros gimnasios del lugar, según parece. Amplio y bien equipado, ofrece en alguno de sus rincones (no los he explorado a todos, a la luz de la atemorizante experiencia que ahora comento) la siguiente propuesta: existe una pantalla encendida que, al calor de imágenes que no me he animado a ver, propala una estridente voz grabada que, de manera ininterrumpida grita -sin cesar, insisto- cosas como éstas: "bien! puedes hacerlo! magnífico! ahora sí! lo has hecho! wow! esto sí que mola! genial! y ahora las piernas! sí! más resistencia! ya! bravo! lo has logrado! te lo dije que lo lograrías! sí! que sí se pone bueno esto ahora! excelente!! que no me lo creo!" 

He visto cosas más patéticas, pero no las había escuchado.